Esto es una historia basada en hechos reales, MUY reales.
Él ya estaba despierto, llevaba una hora trabajando en la habitación que condicionamos como home office. Podía escuchar a través de las paredes cuando hablaba por teléfono o ponía algún video en su computadora. Se acercó tímidamente, me abrazó y preguntó:
-“¿Cómo amaneciste?”.
-“Bien”. Y exploto: “¡Es que estoy muy sugestionada por la visita de tu primo! ¡Anoche me picaba mucho la garganta y tuve que toser! ¡Lo siento, sólo se me calmó así!”
-“¿Pero ya te sientes bien?” preguntó. “¿Por qué no tomaste agua? Debiste haber tomado un trago (señala el ron en la alacena). Sí, un traguito y así se te quitaba.”
No lo hice. En pleno ataque de tos fui al baño para terminar de toser y luego bajé angustiada a buscar el bolso donde guardamos las mascarillas de tela, me puse una y subí a acostarme nuevamente. ¿Y si estoy enferma? Uno de los primeros síntomas es el picor de garganta. Quiere decir que tengo el virus allí, que tal vez tiene un día o dos y mi esposo es asmático y su mamá diabética y justamente su primo nos hizo una visita de casi dos horas el lunes.
El primo, lo primero que hizo cuando me vio, fue darme un beso. ¡A mí, que tanto me he cuidado en estos cuatro meses de encierro! Fue muy rápido, no pude frenarlo. Tampoco iba a hacerlo, es como feo. Solo sonreí, nerviosa.
Yo he ido a entregar cosas a casa de algunos amigos y a ninguno los he tocado ni me he acercado tanto. Ni siquiera saludo de codos. Nada. Una vez me ofrecieron pasar y preferí decirles que no. Si yo cuido tanto a los que viven conmigo ¿por qué no voy a cuidar de los demás?
Entonces el primo vino el lunes, nos saludó de beso, se sentó a la mesa y se le atendió como una visita normal. Otra cosa que me inquietó es que cuando se quitó la mascarilla, la puso allí, sobre el mantel… Mi suegra y yo nos miramos y miramos la mascarilla, leyéndonos la mente: habrá que lavar el mantel.
Pero no pienses mal del primo. Él es una buena persona, es educado y tiene buenos temas de conversación. Nos comentaba que por su trabajo él ha tenido que salir casi todos los días, que no ha podido cumplir con la cuarentena obligatoria de la ciudad pero que gracias a Dios va en su auto y no se ha enfermado.
No pude deducir de la conversación si él tiene contacto directo con clientes porque su profesión en realidad no lo amerita tanto. Tampoco quise preguntarle. Me contuve de hacerle preguntas incómodas, no quería que sintiera que su visita era inoportuna (aunque lo era).
En cualquier otra época y circunstancia, no hubiese tenido nada que decir sobre esa visita. No me hubiese quedado pegada pensando en que me saludó y se despidió con un beso en la mejilla y que su rostro rozó mi cabello, que casualmente llevaba suelto porque me lo había lavado más temprano.
Pensándolo bien, tampoco me besó directamente sobre la mejilla. Ya saben, uno lo lanza al aire, pero igual me puso nerviosa. Tal vez, si iba a contagiarme de algo (que no necesariamente lo tiene él sino que lo puede llevar encima, en su ropa o en sus manos) pudo haber sido por la conversación que tuvimos en la mesa por casi dos horas, sin mascarillas y a menos de un metro de distancia.
¿Entiendes por qué anoche corrí a buscar mi mascarilla para volver a acostarme en la cama junto a mi asmático esposo después de mi ataque de tos? Hasta él se puso nervioso. Levantó la cabeza y me preguntó:
-“¿Qué tienes?”
-“Me pica la garganta”.
-“¿Y te duele la cabeza?”
-“Bueno, sí me dolió más temprano pero me tomé un Migranol y se me quitó”.
Y así, fríamente, sin ninguna delicadeza, me lanza: “tienes el Coronavirus”.
Dio media vuelta y se durmió.
Yo no dejaba de pensar en el malestar. ¿Será que me duele el pecho? Trato de respirar despacio. Aquí estamos en invierno, tengo las ventanas cerradas, las abro de día un rato solo para ventilar. Ahora no fluye el aire y yo ya tosí al lado de mi esposo. Es más, más temprano, él me pidió agua y yo le di de la que tenía en mi vaso (voy a tener que apartar un vaso para mí) y él me besó... ¡Ya está, ya se enfermó! ¿Será que podré dormir con la mascarilla? ¡Tengo que dejármela! Mi hermana me dijo que también hay que considerar la carga viral, que la gravedad de la enfermedad depende de cuánto virus entra a tu organismo. Y yo aquí con las ventanas cerradas ¿A cuánto virus le estoy exponiendo?
Así estaba yo a la 1 y tanto de la mañana, delirando.
-“¿Estás llorando?” preguntó el que se hacía el dormido.
-“Sí”.
-“Quédate tranquila, tu dejas entrar al gato y pasa todo el día acostado en la cama”.
Me quedé pensando en eso.
Noté que se acercaba a mí, sentía su calor, quería consolarme, decirme que no tenía miedo; pero mantenía su cara volteada hacia la pared. Al rato se durmió de verdad. Yo me di la vuelta, boca abajo se me cayó la mascarilla y finalmente me dormí.
Desperté al día siguiente por el ruido que venía de la home office. Se puso a ver un matinal… Bajé a la cocina a prepararme el desayuno y él me siguió rapidito con un tarro de cereal vacío apenas escuchó que había salido de la habitación.
- “¿Cómo amaneciste?”
-”Bien” “¡Pero estoy sugestionada!”
El resto ya te lo conté.
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