Un bebé lloraba sin cesar en el vagón del metro estremeciendo fuertemente la gastada tranquilidad de los pasajeros. En aquel momento perecía cualquier indicio de amor propio; la falta de oxígeno, el agobiante calor y el deliberado irrespeto a los 30 centímetros de espacio personal me obligaron a recordar que alguna vez pensé merecer algo mejor. La realidad se pasea ante mis ojos sin vergüenza, adueñándose de los sentidos y absorbiendo mi atención; sólo el cortante llanto del niño me regresa violentamente de entre mis pensamientos para aún así, respirar una vez, dos veces más. Cerca ya de mi destino, me detengo a observar los rostros de los demás pasajeros y contemplo en mi frustración, que envidio profundamente a aquel bebé que llora sin cesar en el vagón. © 2014 Grecia Albornoz