“ ¿ No me vas a felicitar?” me pregunta la niña de 10 años esta mañana en la iglesia. En cinco segundos de incómodo silencio considero los motivos: es su cumpleaños, pasó de grado con buenas notas, algún logro extracurricular, o (viniendo de esta niña en particular) cualquier otro motivo a nuestra lente poco merecedor de aplausos y del que ya todos estaban al tanto menos yo, como porque las pulseritas de canutillo que se hizo estaban tan bonitas, tan bonitas que todas sus compañeritas de clase se las quisieron comprar y hasta hizo plata. Me mira con ojos grandes mientras especulo. “Me rindo” pienso. “ ¿ Por qué?”-le pregunto. Al no ser mamá, no me imaginaba su respuesta; que me lanza con incredulidad y desilusión al mismo tiempo: “¡Hoy es el día del niño!”. Reacciono: “¡Mi vida, felicitaciones!”-exclamo. La beso y abrazo. “¡Ay disculpa mi niña, no sabía! (Risa nerviosa de “metiste la pata”). “¡Eso! ¡Que bueno!”. Más besos y abrazos. Se ríe y se deja deja consentir. Luego se levan