“¿No me vas a felicitar?” me pregunta la niña de 10 años esta mañana en la iglesia. En cinco segundos de incómodo silencio considero los motivos: es su cumpleaños, pasó de grado con buenas notas, algún logro extracurricular, o (viniendo de esta niña en particular) cualquier otro motivo a nuestra lente poco merecedor de aplausos y del que ya todos estaban al tanto menos yo, como porque las pulseritas de canutillo que se hizo estaban tan bonitas, tan bonitas que todas sus compañeritas de clase se las quisieron comprar y hasta hizo plata.
Me mira con ojos grandes mientras especulo. “Me rindo” pienso. “¿Por qué?”-le pregunto. Al no ser mamá, no me imaginaba su respuesta; que me lanza con incredulidad y desilusión al mismo tiempo: “¡Hoy es el día del niño!”. Reacciono: “¡Mi vida, felicitaciones!”-exclamo. La beso y abrazo. “¡Ay disculpa mi niña, no sabía! (Risa nerviosa de “metiste la pata”). “¡Eso! ¡Que bueno!”. Más besos y abrazos. Se ríe y se deja deja consentir. Luego se levanta y se va con una amiguita por ahí, no la seguí; al rato regresa a seguirme echando los cuentos de su vida.
Caigo en cuenta de que hoy es un día especial, un día diferente, pero que ni mi amiguita recibía con emoción. No llevaba regalos ni me comentó que iba a salir con sus padres después, nada. Sólo quería una felicitación.
No sé si es porque dejé de trabajar con niños hace tiempo que no recordaba esta fiesta o por la antipatía a las celebraciones y felicitaciones que he desarrollado en la crisis (ver). Me obligo a pensar entonces en el día de hoy, ningún otro niño que conozco andaba con esa emoción, pero tal vez era porque hoy no había muchos niños en misa, como dos o tres nada más, contando a mi amiguita; seguro que sí andaban celebrando por ahí.
En fin, al rato voy a casa, me conecto y veo que en las redes sociales sí hay fiesta: fotos de paseos con los hijos, políticos haciendo eventos, adultos felicitando a su niño interior y mensajes bastante emotivos a niños que no usan las redes… Pero esto de alguna manera se sigue sintiendo mal. Pienso en escribir también un mensaje de felicitaciones y experimento la misma incomodidad de esta mañana con mi niña en la iglesia.
Me abstengo.
Y es que me cuesta unirme a la celebración y no es por menospreciar a nuestros niños, ellos son lo mejor que tenemos, sino es porque nosotros debemos ser completamente honestos con ellos y más que darles una felicitación (que bien merecida se la tienen), debemos pedirles perdón.
A nosotros no nos tocó vivir lo que a ellos, a nosotros no nos faltó el pan de esta manera, ni las medicinas, ni la seguridad. Y hablo de nosotros como nación, englobándonos a todos los venezolanos, obviando los justos matices e individualidades; porque al final del día vistos en masa, siempre seremos uno.
Hoy, en el Día del Niño, el venezolano mayor de veinte años debe pedirles perdón y reconocer que tiene con ellos una deuda impagable por desafortunadamente heredarles un sin sentido injusto de infancias truncadas y traumas. Disculpa niño por regalarte hoy una patria que no fue la mía, por envenenarte con rabias y por quitarte los derechos con los que debiste nacer. Como nación, te fallé. Y hoy no siento más que vergüenza al verte y sentir tu dolor.
Lo mínimo que puedo hacer es honrarte en tu día, por los cientos días que se te han quitado. Celebremos y esperemos que los adultos de este país tengan la decencia de darse cuenta de que si no velan por ustedes, no progresarán jamás.
De todas maneras, perdónanos niño.
© 2016 Grecia Albornoz
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