Conviviendo con el animal
(Un ensayo personal)
Comparar al hombre con los animales, dice la gente, es un asunto injusto. Animalizar al hombre (y por hombre me refiero a la humanidad entera) presumiendo con ello la atribución de una conducta irracional propia del animal, es tildar a muchos de inferiores.
A veces desearía que los llamados “usuarios”, conveniente término neutro e impersonal, del ferrocarril La Rinconada-Valles del Tuy mostraran en mínima escala, alguna digna conducta animal. Nunca he visto en una manada de los animales más salvajes comportamiento tal como el de aquellos humanos/pasajeros del ferrocarril tratando de “ingresar”, en sus técnicas y neutras palabras, al sistema ferroviario. Hemos visto que los grupos animales se tornan agresivos cuando alguno de ellos atenta contra la seguridad de otro o del grupo, o cuando alguno busca imponerse. Generalmente la manada, junta, se protege. Su misión es cuidarse de las amenazas.
Es de dominio público que el grupo de personas que se forma en el mencionado sistema de ferrocarriles no está ahí precisamente para protegerse sino para que cada individuo (el que tiene 15 minutos esperando en cola y especialmente el que acaba de llegar al andén) haga uso de sus fuerzas físicas para apartar del camino a aquellos otros humanos, que se interponen entre él y el tan anhelado asiento rojo.
Todo esto sucede porque para una persona que empleó aproximadamente 30 o 40 minutos en el metro para llegar a la estación del tren, es completamente descabellado realizar otro viaje de menor duración (20 minutos) de pie. Eso, es irracional.
Cada día, este “animal” debe demostrar que es el mejor, el más fuerte, no importa que llegue al ferrocarril fuera de la hora pico. El debe prevalecer, dominar, demostrar (y comienzo a sospechar) drenar su arre-pentimiento diario en el ferrocarril. Porque existe un derecho para ellos, tácito, un estado de gracia sobre los demás que estos pobres otros, infelices, no parecen entender.
El macho de la manada animal, protege. El macho de la manada humana destruye cuanto se encuentra en su camino: otros machos, hembras, cachorros, ancianos y lisiados. A algunas personas les parecerá mentira lo que digo pero tienen que vivir todos los días el vejamen del viaje en ferrocarril para poder entender que la violencia que se genera en este lugar es gratuita, para todos, todas, y no tiene justificación.
Esta violencia se queda en el agredido, quien tiene que aguantar los malditos golpes (creo que ya he expuesto el rol que me ha tocado desempeñar en este lugar) y luego, como si fuese poco, callar. Porque aquel que tenga el mínimo aprecio por su vida sabe que con los agresores no se puede discutir; a menos que se esté dispuesto a extender la violencia por 20 minutos más en un lugar sin escapatoria.
¡Ojalá estuviese mintiendo! ¡Ojalá fuese un juego de mi imaginación! Pero el que es golpeado diariamente al tomar el tren después de su jornada laboral y se descubre nuevos hematomas todos los días, se encuentra como yo en la disyuntiva de no saber porqué enardecerse más: por los golpes y empujones que recibe al ingresar al tren o por los siguientes 20 minutos de impotencia; rodeado de sus agresores; es la mayor violencia que uno debe enfrentar.
Concluyo, producto de mis observaciones y encuentros diarios con estos “animales” de dos patas, que el título de “animal” (que describe en mayor medida las conductas irracionales) debe atribuirse a aquellos que hieren a conciencia y con beneplácito a los de su propia especie. No puedo evitar realzar la nobleza en la naturaleza de los verdaderos animales y rechazar cualquier intento de “humanización” hacia ellos.
Una desinteresada conducta animal mejoraría considerablemente el servicio en este y cualquier otro lugar. O tal vez, ya en este punto, el término “animal” no funcione.
© 2013 Grecia Albornoz
Sad, but True
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